10 de la noche. Estación ferrocarril en
barrio selecto con puertas blindadas,
negros barrotes, corredor estudiantil
con vigilancia high tech.
Apresurada -peligros acechan- ¡pero qué va!
No me lo creo, nada me pasó.
Un tren detenido, iluminado, blanco
sobre fondo de vagas sombras.
Cruda realidad, sensación irreal.
Atravieso las vías, vacilante.
La visión me ha conmovido.
El silencio mismo asombra.
Me detengo, observo.
Hombres hoscos acoplan
una rampa entre vagón y andén.
Bajo luz tenue de faroles
aguarda una larga fila de cartoneros.
Mujeres, niños, ancianos.
Bebés dormidos sobre las bolsas,
chicuelos de pie en los grotescos carros
a sangre humana. Sangre de mujer,
sangre de adolescente con escuela
de calle, de terminales sombríos.
Rostros cansados.
Algunos me miran, inexpresivos,
con la cabeza en alto.
Dividieron, seleccionaron, sangraron.
Laboriosos que prestan servicios
a una sociedad desaprensiva,
¡que aún despilfarra!
Los niños, como los gamin
de Les Miséràbles, revuelven basura
pútrida con manitos marchitas -
¡hasta se los suele ver felices!
Más los he visto con mirada perdida,
cual can abandonado por sus dueños,
perritos vagabundos sin norte.
Lastimeros los ojos, mentecitas heridas…
Una niña posada en una bolsa,
noche tras noche, en la otra esquina,
recita: ¿Me das una moneda, doña?,
hurgando puercas profundidades
con deditos dinámicos, roídos, eternos.
Sí, toma, aquí tienes una moneda, niña de Dios.
Pero mi corazón sangra, me acecha la pregunta:
¿Qué le diré a Dios cuando Él me llame?
Nota: El tren blanco ha sido sustituído por camiones.
Suelen tener baños químicos.
© Silvia Evelina, Buenos Aires, Argentina, 2011 –
Todos los derechos reservados como obra publicada.
Facundo Cabral
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